La larga línea verde en el mar Héctor Cortés Mandujano
Leo de nuevo El reto (Plaza & Janés, 1969), de Anton Chéjov, y allí me encuentro con esto (p. 100): “Recorrieron el muelle, desde donde contemplaron durante un buen rato el mar fosforescente. Von Koren empezó a explicar cómo se producía este fenómeno”. Mi mente vuela. Hace tiempo fuimos mi mujer, dos amigos (Juan Ángel Esteban, Tania Corzo) y yo a las Barras Zacapulco, que es parte del municipio de Acapetahua, Chiapas. Para llegar a ella hay que tomar una lancha y hacer un breve recorrido por las tranquilas aguas del estero. El espejo líquido, los manglares arracimados y el cielo, te amueblan la vista, la visten, la pintan, la asombran… Pasamos unos días en la playa, que incluyó ver muchos zopilotes, tan familiarizados con nosotros y con cualquiera, que parecían gallinas, guajolotes mansos; hubo también el inicio de un librito, ya publicado (Sangre helada), que hicimos Juan y yo: yo escribí un par de cuentos a mano y Juan hizo las ilustraciones; hubo un conato de ahogamiento: Juan, Tania y yo estábamos en el mar, de pie ante las olas bravas (mi mujer, tranquila, en la hamaca); el mar pareció enojado, sin razón, y Tania decidió salir. Juan y yo quedamos en aquella caldera revuelta y de pronto no sentimos la tierra bajo nuestros pies. Salir de allí nos llevó mucho tiempo y casi todas nuestras fuerzas… A lo que iba. En una de las noches que pasamos allá, estábamos tomando vino. Mi mujer, dormilona y prudente como es, se fue a dormir temprano, y Juan, Tania y yo nos volvimos los únicos habitantes de la playa. En cierto momento de la noche decidí, en lugar de ir al baño, descargar mis aguas bajas lejos de mis amigos (la noche estaba estrellada y tiritaban azules los astros a los lejos) y desde allí vi que las olas tenían un color verde fosforescente. Pensé que estaba borracho. Ya desaguado, vi como la enorme línea de espumas (como si allí los potros del agua dieran un reparo) era, en efecto, verde, verde fosforescente. Llamé a mis amigos y me acompañaron. Los tres nos quedamos como bobos viendo aquello. Tratamos de encontrar alguna explicación. Y nada. Una noche después, ya con mi mujer, los cuatro permanecimos alelados viendo el espectáculo magnífico hecho, aparentemente, sólo para nosotros. El libro de Chéjov me lo recordó. Abro Google y tomo la primera nota: “La explicación de este fenómeno está en unas diminutas algas que brillan cuando son perturbadas por las olas o las corrientes, según científicos locales. Estos brillos fluorescentes no representan ningún peligro para el ser humano, aunque sí modifican el entorno marino en el que aparecen”. A mí me modificó. A veces, ahora, sueño el mar y me veo parado en la playa y siento la noche inmensa (nótese de nuevo el plagio descarado a Neruda) y veo cómo la espuma verde me ilumina (una línea de focos dirigidos hacia mí, que me bañan) y la imagen me hace feliz, como un niño frente al misterio del sabor de un helado de chicle o el permiso de su mamá para jugar en los charcos, bajo la lluvia…