¿Todos somos monstruos?/ 1 (Una de cuatro) Héctor Cortés Mandujano
Con mi agradecimiento a mi tocaya Leonora Ventura, quien siempre me manda ilustraciones de su papá, el genial Héctor Ventura
En el documental Civiles armados. El “holocausto olvidado” (dirigido por Manfred Oldenburg y Oliver Halmburger, 2023), sobre civiles que perpetraron matanzas de judíos en la Alemania nazi, se entrevistan a historiadores, especialistas en el tema y al abogado (joven entonces, de 100 años en el ahora del documental) que enjuició a los asesinos a mansalva de más de un millón de seres humanos. Lo que se cuenta lo documentaron los propios nazis, quienes ofertaron a alemanes comunes (mecánicos, panaderos, trabajadores manuales, etcétera) para que formaran batallones, con una sola misión: fusilar, cara a cara, en la mayoría de las veces, en bosques o junto a las tumbas que les hacían cavar, a hombres y mujeres judíos, bebés y niñas/niños. El acento lo ponen los entrevistados en que matar era opcional. El que ordenaba todo era muy específico: si alguien no quería disparar, podía no hacerlo. Fueron muy pocos los que escogieron esta opción y fueron designados, entonces, a lavar letrinas y hacer otras tareas, y a soportar las burlas de sus compañeros: cobarde, maricón... Matar, para algunos, se convirtió simplemente en un trabajo, y así, dentro de los muchos grupos que se hicieron, hubo el que descubrió su gusto por humillar y torturar a los detenidos (el documental es prolijo en datos y fotos), el que consideraba aquello una labor ingrata y tenía ciertos remordimientos, y el que lo hacía sin ninguna duda, sin dejar de cenar y reírse al gusto después de su macabra chamba. El abogado jovencísimo, Benjamin Berell Ferencz (1920-2023), junto a su equipo, encontró debajo de una villa (luego de la muerte de Hitler y la caída del nazismo) ¡diez millones de carpetas! de informes oficiales. Comenzó a sumar los muertos y se dio cuenta que eran más de un millón. Al llegar a esa cifra, tomó como suya la puesta en marcha de un jurado, de un procedimiento que pusiera frente a frente a los asesinos con sus monstruosos asesinatos. Y allí descubrieron él y todos que no había en los perpetradores ningún arrepentimiento: lo habían hecho por la patria, porque se los ordenaron. No se asumían responsables ni culpables. ¿Y por qué mataron a los niños?, preguntaron al Dr. Otto Ohledorf, uno de los principales criminales. “Porque cuando crecieran iban a odiar a Alemania”. Era mejor eliminar el peligro para el futuro. El tipo era padre de cinco hijos. Fue ejecutado. Lo terrible es que, dicen los especialistas entrevistados, los asesinos se sentían víctimas: sufrieron cuando mataban y ahora los juzgaban por haber obedecido. Las víctimas no eran los millones de muertos, sino ellos, pobres, tan incomprendidos. La mayoría de los participantes eran padres de familia, gente común, incluso un recién casado, que llevó a su joven esposa a ver los montones de cadáveres, a empaparse con su trabajo patriótico de matar seres indefensos (hay fotos). Y eso es lo peor: no eran militares educados para eso, no eran sicarios de profesión; se supone que no eran crueles, sino pacíficas personas. La conclusión es que cualquiera puede ser convencido de cometer atrocidades en nombre de una idea, de un gobierno, de una posición política. Una persona común, si se le convence ideológicamente o se le paga, puede convertirse en un asesino desalmado. ¿Todos somos monstruos?