Doña María Cruz Flores y Flores, mi abuela, murió una calurosa madrugada del primer día de mayo de 1959. El pueblo era aún muy pequeño. La noticia corrió con velocidad de argüende.
Tía Chelinita, la rezandera, lo supo y armada con su inseparable rosario y un libro de tapas negras llegó a casa de los abuelos. Ella tomó la batuta de las acciones: “¡Un altar, necesito un altar!”, gritó. Arrastró la mesa del comedor hasta una pared, la cubrió con un mantel blanco, puso flores y encendió veladoras. Pidió un crucifijo y un retrato de la difunta. Colocó una silla frente al altar y se aplastó.
—¡Vamos a rezar el Santo Rosario! —dijo y la convocatoria fue atendida.
Rezar era una actividad mujeril. La hombrada inició una discreta, pero veloz retirada al corredor de la casa donde ya se repartía café, pan y cicgarros “Raleigh”.
Iba a seguir a los barracos, pero la temblorosa mano de la rezandera sobre mi hombro me detuvo:
—Te encargo mi libro. Hincáte aquí, a mi lado, vas a rezar conmigo.
—Tía, los hombres ya salieron al corredor —protesté.
—¿Y qué? —ella aclaró mi lugar en este mundo— ¡Vos no sos hombre, sos un muchachito cagón! Además, el rezo es para ayudar al alma de tu abuelita por si sufre de algún atorón, tenés obligación, sos alcohólico.
—Soy acólito, tía —le aclaré.
—¡Ahí está! Tengo razón, así que chitón y amén.
—Amén.

En el centro de la sala, en un ataúd de madera forrado con tela gris, estaba el cuerpo de mi abuela. Mi cerebro se negaba a aceptar que ella estuviera ahí: inmóvil… ¡muerta! La abuelita buena… La de los cuentos… La alcahueta… La bondadosa… La generosa… ¡Mi defensora!
Cuando hacía enojar a mi padre, él amenazaba con llamar al “Cara Sucia” —un espanto que estaba solo a su servicio—. La abuela con un grito, lograba que Cara Sucia huyera como un cobarde. Pensé: “ahora, ¿quién me va a defender?”.
Ahí, en esa sala, Crucita nos reunía a sus nietos y sentada en su mecedora contaba historias. Cuentos hermosos que nosotros protagonizábamos. Yo era un temible general Mapache. Wili, mi hermano, un coronel menos temible. Mi primo, el Mapechiapa: ¡Un despreciable Carrancista! —él quería ser Mapache, pero el usar lentes lo descalificaba, no daba el tipo.
Mis hermanas y primas, fueron las abnegadas “Adelitas” que nos acompañaban en los combates, dónde gracias a las habilidades cuenteras de la abuela, no había derrotados. Ella se las arreglaba para que los bandos siempre empataran, cuando se le complicaba el final se hacía la dormida y nos largábamos a comer rosquillas.
Nos mostraba un manojo de llaves de variadas formas y tamaños. Llaves que abrían las puertas de la fantasía y de nuestras imaginarias haciendas: “Cuarto Quemado”, de mi hermano. “Piedra Parada”, del Mapechiapa, y la mía: “Rincón Sobaco”.
Abuelita —le dije—, no me gusta el nombre de mi hacienda ¿La podrías cambiar?
—Está bien, desde hoy tu hacienda se llamará “Rincón Jonís”.
—¡Me chingaste abuelita, que quede como antes! —contesté resignado.

Tía Chelinita, después de cada misterio, cantaba un alabado. Gran fumadora —era un espectáculo verla liar sus cigarros—; respiraba con dificultad, a pesar de ello, su canto se escuchaba hasta la esquina del Hotel “Los Pinos”.
El Rosario parecía no tener fin. Mis rodillas empezaron a protestar, no hallaba postura que me aliviara. Dejé en el piso su libro mientras encontraba la manera de seguir hincado. Tía Chelinita vio el desacato y sufrió un inesperado acceso de tos. Cuando pudo hablar, me dijo:
—¡Disoluto, no te di mi libro pa’ que lo pusieras en el suelo!
—Usté dijo que lo tratara como si fuera mío.
—¡Pero no es!, dame mi libro ¡Andáte de aquí! Amén.

Así, me libré de continuar hincado. Llegué al corredor. Don Villo, mi abuelo, muy apreciado en la comunidad. Estoico, recibía las condolencias y hacía la relatoría de la muerte de su esposa: una y otra vez, siempre el mismo guión.
Un par de señoras de tez y cabello muy blanco, lloraban y gritaban lo mucho que extrañarían a mi abuelita. Nunca las había visto y podía asegurar que no eran de la familia. Le pregunté a mi madre.
—¿Quiénes son?
—Plañideras —dijo.
—¿Qué es eso?
—Son lloronas.
—Las que gritan: ¡Ay mis hijos!
—No, ellas cobran por llorar.
Tomé nota. Me pareció una buena actividad profesional para el futuro. Cuando supe lo poco que cobraban, entendí por qué gritaban y lloraban con tanto dolor.
El rezo terminó, pero tía Chelinita, ya con el güegüecho caliente, cantaba a todo lo que daban sus vapuleados pulmones: “¡Divino Señor, con tu santo nombre…/ Colgado en la cruz, redimiste al hombre… !”
Llegó el Mapechiapa con los vidrios de sus lentes empañados a causa del llanto, él también estaba triste, apenas hacía un año su mamá había muerto y ahora la abuela. A mí también se me escapaban algunas lágrimas, pero reconocía la jerarquía de las señoras de blanco cabello, ellas lloraban mejor, pero nosotros no cobrábamos nada.
El Mapechiapa me dijo:
—Flaco, ayer en la tarde por primera vez, la abuelita me hizo Mapache y ahora ya se murió, ¡qué mala pata!
Traté de aprovecharme de la situación:
—Si, a mí me dijo que “Piedra Parada” iba a ser mí hacienda y “Rincón Sobaco” te lo daría a tí.
—A mi no me informó, mejor que quede como antes.
Tía Chelinita atacaba los alabados sin piedad, uno tras otro. Para terminar, hizo una petición a nombre de la abuela de su lugar de destino: “¡Al cielo, al cielo, al cielo quiero irrrrn! ¡Al cielo, al cielo, al cielo quiero irrrrrn!”
Espero que “Rincón Sobaco”, mi hacienda, esté en el cielo y que la abuela me espere ahí, para volar juntos en el dúctil petate de sus cuentos. Cuentos de grandes batallas donde gracias a sus habilidades narrativas, nadie moría… nadie… excepto el tedio vespertino. ¡Bendita seas, María Cruz Flores y Flores, mi abuela de los cuentos a quien dedico este libro!

Enrique Orozco González (Kike)

Glosario:
Güegüechp.- Ahí donde la manzana de Adán hace pico.
Aplastar.- Estar sentada mucho tiempo, mientras otro menso está hincado.

Author

racademia

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