Polvo del camino/ 201
Cuatro mujeres: una
Héctor Cortés Mandujano
Su secreto estaba a salvo
como una mosca en la letrina
Anne Sexton,
en “El campesino”
Hice un pequeño viaje de descanso con mi mujer. Visitábamos a mi cuñado, su hermano; como allí yo tengo el tiempo libre y una hamaca a mi disposición, escogí cuatro libros del rimero que siempre estoy leyendo (dos comenzados y dos por comenzar); al llegar allá me di cuenta que los cuatros estaban escritos por mujeres: Transformaciones, de Anne Sexton; Horas en la biblioteca, de Virginia Woolf; La belleza del marido, de Anne Carson, y El corazón del daño, de María Negroni. Los cuatro me parecieron prodigiosos. Los comparto contigo lector, lectora.
Transformaciones (Nordicalibros, 2021) es, además, un libro elegante y bellísimo, con ilustraciones de Sandra Rilova y traducción de María Ramos. Lo que transforma la autora son dieciséis cuentos de hadas de los hermanos Grimm. Los vuelve poemas que subvierten, deconstruyen, critican los papeles asignados especialmente a la mujer. Es, incluso, muy divertido. ¿Qué más pedir?
En “Blancanieves y los siete enanitos” la madrastra reina es muerta terriblemente y (p. 21): “Mientras tanto Blancanieves permaneció en el palacio,/ abriendo y cerrando sus ojos azul esmalte,/ y hablando de vez en cuando con su espejo/ como hacen las mujeres”.
La reina, que engaña a “Rumpelstiltskin”, ese hombrecito que está “dentro de muchos de nosotros”, cuando está angustiada por su promesa (p. 33): “lloró dos cubos de agua marina. (y)/ Fue tan insistente/ como un testigo de Jehová”.
Escribe en “Rapunzel” sobre varias propuestas eróticas; ésta es una (p. 49): “Dame tus labios inferiores/ hinchados con su destreza/ y a cambio yo te daré un ángel de fuego. […] Somos dos pájaros/ lavándose ante el mismo espejo”. Rapunzel sólo conocía a una mujer. Conoció a un hombre (p. 54) “y él le declaró su amor./ ¿Qué bestia es ésta?, pensó ella […] ¿Qué espinosa planta crece en sus mejillas?/ ¿Qué es esta voz profunda como la de un perro?/ Pero él la deslumbró con sus respuestas./ Pero él la deslumbró con su palo danzante”.
Me gustan mucho sus comparaciones (p. 19): “Estaba tan llena de vida como una gaseosa”; (p. 22): “Había un rey tan sabio como un diccionario”; (p. 30): “Tenía una hija tan hermosa como una uva”; (p. 45): “La princesa estaba madura como una mandarina”; (p. 59): “Apareció tan repentinamente como una piedra en el riñón”. Dice en “Cenicienta” (p. 65): “Cenicienta fue hasta el árbol de la tumba/ y lloró como una cantante de góspel”. Las hermanastras fingen amor cuando ella ya será la princesa (p. 66): “En la ceremonia de boda/ las dos hermanas se acercaron para hacer las paces/ y la paloma blanca les sacó los ojos a picotazos”.
Escribe en “Un ojo, dos ojos, tres ojos” (p. 69): “Una vez conocí a una niña/ con la mente de una gallina”. “Caperucita roja”, ve al lobo fingiendo ser su abuela (p. 88): “La abuela le resultaba extraña,/ parecía tener una peluda y extraña enfermedad”.
Dice en “Las doce princesas bailarinas” (p. 102): “y el sol se elevó/ desnudo y furioso”, y en “La bella durmiente” habla de una de las hadas (p. 118): “su útero como una taza vacía”. Ante la maldición a su hija: “El rey parecía El grito de Munch”; cuando la princesa se pincha todos quedan dormidos (p. 119): “Incluso las ranas eran zombies”.
Este libro es como un pensamiento feliz en la mente de un condenado a muerte; como hallarse una rosa fresca en el centro de una hoguera.