Acompañar a mi abnegada al supermercado es una aventura que requiere prudencia, fortaleza mental y valor, mucho valor. Ella confecciona una lista de lo que va a comprar y la respeta, pero escudriña las ofertas que los empleados colocan en los pasillos que conducen a los artículos de primera necesidad (leche, huevos, carnes y verduras) que en las tiendas siempre están en el fondo.
A mitad de los ochentas, en Tapachula, solo había tres supermercados “Rialfer”, muy iluminados, limpios, bien surtidas. Tiendas modernas con aire acondicionado.
Esa vez accedí a acompañar a Dora Celina que lista en mano entró a la tienda y la perdí.
Buscándola pasé por la sección de golosinas. Una bolsa con malvaviscos me guiñó el ojo. Abrí una y me emboquillé un malvavisco, pensé: “primero me chingo los blancos, sigo con los amarillos y dejo los rosas al final para que no me tachen de mampo”. Cuando mi güegüecho se disponía a deglutir, escuché el grito:
—¡AJAJÁ, ASÍ TE QUERÍA AGARRAR! —era ella.
No tragué la golosina, la devolví a la bolsa. Tenía poco que me diagnosticaron diabetes. Vivía el proceso de adaptación y lo más difícil, de aceptación. Costaba despedirse de postres, golosinas, refrescos embotellados y todo lo que me gustaba. Como niño sorprendido jugando con su pajarito aventé la bolsa en el primer anaquel que vi y como el “Buttons”, su chucho, corriendito fui detrás de mi dueña.
—No te puedo dejar solo —dijo molesta—, porque siempre encuentras con quién platicar y qué comer.
Se tardó horrores. El carrito ya estaba al tope y seguía palomeando su lista. Cuando acabó agradecí al cielo, vi mi reloj: ¡Dos horas de mi vida desperdiciadas a lo zonzo!
En la caja saludé a unos amigos que iban adelante. Cuando la cajera cerró nuestra cuenta empezó el drama, mi pasión: llegó una mujer joven, gorda y alta, con la bolsa de malvaviscos que abandoné a su suerte.
—¡CREO QUE SE LE OLVIDA PAGAR ESTO! —gritó.
Mi abnegada se escurrió entre la gente, huyó como si yo tuviera lepra. Mis amigos se largaron sin despedirse. Estaba más solo que el candidato perdedor a la presidencia municipal. Me acompañaban la pena y la vergüenza. No sabía si reír, ofrecer disculpas o correr.
—Me doy —dije, alcé mis brazos y puse mi mejor cara de pendejo—. ¡Soy “Chucho el Roto”, el ladrón que ayuda a los jodidos!
—Como castigo —dijo la gordita a la cajera— cóbrale el doble.
Pagué. Pero no paró ahí la cosa. No me dieron mis malvaviscos, np comí ni una bola ¡Ni uuuna!
Ya en la puerta les grité:
—¡Desgraciados, escupí adentro de la bolsa y estoy tuberculoso!
Cuando llegué al coche Dora Celina estaba muy sentadita, sus lindos ojos decían: “no sé cómo me fui a casar con un cleptómano”.
—Bueno —dijo muy seria—, espero que hayas aprendido que no se debe robar en los supermercados.
Seguro estoy que de no asustarme con su gritote, hubiese pagado los malvaviscos.
—Cuando nos casamos —le recordé—, el cura dijo que debíamos estar juntos en la dicha y en la adversidad… Y neta, ni el pelo te miré cuando saliste huyendo.
—¿Y que me acusaran de ser tu cómplice? ¿Qué somos Bonnie and Clyde?
—Bonnie y Clyde robaban bancos, no malvaviscos.
—Sííí, no eran tan mensos.
—¿Sabes qué me duele más que tu abandono? ¡Repagué los malvaviscos y no me los dieron!
—Te hicieron un favor ¡Entiende eres dia-bé-ti-co!
—Y tú entiende que no te debo acompañar al súper porque me abandonas al primer robito que hago, ¿ah, Bonnie?
—Y por favor Clyde: no lo vayás a hacer cuento ¡La vergüenza me va a matar!
Enrique Orozco González (Kike)
Compartan porfis.
Glosario:
Bonnie and Clyde.- Pareja romántica (según los gringos) que les gustaba la uña (ladrones de bancos)
Güegüecho.- Hueso picudo en el gañote que se mueve cada que tragas.
Corriendito.- Corriendo con miedito.
Chucho.- Perro, can.
Mampo.- Qué en vez de tu comadre te gusta tu compadre.
Vergüenza.- Sentimiento desconocido, que no conozco.