Doña Jelen: me han dicho que si tuviera pelo largo y abundante sería tu doble. Años atrás, en una cantina de la ciudad de México, “el Chichirrias”, mi primo, descubrió que un mesero se parecía a ti. Perplejo y consternado: Sííí ¡Eras tú!, en hombre, ¡en mesero! Les costó sacarme, pues bolo ya le quería besar la frente.
Fuiste el amor inolvidable, aun saboreo el delicioso sabor de leche materna que a dos chichis me proporcionaron defensas para crecer: “fuerte, audaz y valiente”, como Pancho Pantera. Me gustaba escucharte cantar:
“¡No sé que tiene tu voz que fascina/ No sé que tiene tu voz tan divina/ Qué en mágico vuelo le trae el consuelo a mi corazón/ No sé que tiene tu voz que domina como embrujo de magia mi pasión…!
Como no agradecer al altísimo por regalarme una madre tan chingona. Muy niño robé algunos pesos de la botica y para educarme trataste de quemar mis manos en un comal caliente; cuando siento tentación de agenciarme algo que no es mío, siento otra vez, el calorcito del fuego y lo dejo.
No puedo, ni quiero olvidar la vez que comíamos y un fuerte temblor sacudió la Ciudad de México. Tú, llegabas a la mesa sosteniendo un platón de sopa y alzándolo rezaste: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…”, reímos al verte afligida, rezando, interrumpiste el Padre Nuestro, y sin botar una gota de sopa, a tu estilo nos aconsejaste: “recen pendejos”.
Tu voz guió mi vida. Cuando estudiaba la preparatoria me gustaba Rocío, una linda compañera. Me inspiré y le hice un acróstico (jodido pero sentido). Olvidé entregárselo y lo guardé en la bolsa de mi camisa. Lo leíste y mirándome preguntaste:
—¿Tú escribiste esto?
—Sí.
—Olvida los versitos, a esa chica téjele un cuento, como los que nos dices a tu papá y a mí cuando llegan tus calificaciones con varias reprobadas y en vez de castigarte te compramos ropa y te mandamos a vacacionar a Chiapas, grandísimo recabrón.
Jamás permitiste que nuestros amigos o alguno de tus hijos saliéramos de casa con hambre, o sin unas monedas en la bolsa para comprar un tentempié, muchas veces dejaste de probar algo sabroso para que nosotros, tu prole, saciáramos el antojo. Aún suena en mi cabeza el ruido de tu máquina de costurar “Singer”, ese bendito sonsonete que nos permitió subsistir mientras mi padre superaba alguna crisis económica.
Mis hermanos dicen que fui tu consentido, no es cierto, quizá por darte tanta lata, te ocupabas más de mí. Cuando la vejez te alcanzó, todos los días te llamaba por teléfono y solíamos cantar a dueto como Carmela y Rafael. Tú eras Carmela, “la Memela” y yo Rafael, “el Cruel”.
—Hijo —preguntaste— ¿Cantamos bonito?
—No, cantamos feo, pero no cobramos.
Ese domingo que la vida te jubiló y me avisaron tu muerte, sentí alivio. No quería verte sufrir. Juro que pusiste tu mano sobre mi cabeza diciéndome adiós, oí tu voz y canté contigo:
“Tu voz que es susurro de palmas ternura de brisas/ Tu voz que es trinar de cenzontles en la enramada/ Tu voz cristalino torrente cual una cascada/ Dios te bendiga mamá, tu gracia y tu Ser ¡Que me hacen soñar!”.

Enrique Orozco González
Comparte, es gratis.

Author

racademia

Leave a comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *