La sabiduría del Dalai Lama (Minificción) Héctor Cortés Mandujano
El caminito de llegada evidenciaba nuestro amor por los árboles y las plantas. El porche estaba lleno de flores multicolores, macetas, maceteros colgantes, arbustos de variado verdor. La casa estaba rodeada de profuso bosque. Yo estaba a punto de bañarme cuando sonaron las campanillas que anunciaban la presencia de alguien frente a nuestra puerta. Mi mujer había tomado el baño antes y ahora se secaba el pelo y aún iba a vestirse. Fui a abrir la puerta, con la toalla enrollada a la cadera. Me sorprendió la visita: ¡Era el Dalai Lama! En su rostro bailaba una sonrisa. Parecía sentirse a gusto viéndome, aunque yo supuse después que no me miraba. La idea básica es que no existimos; somos los seres sintientes, igual que el mundo, una ilusión. El Dalai no se sonreía conmigo; veía a través de mí, evidentemente. Pensé que su arribo a casa tenía que ver con mis lecturas sobre el budismo, que por esos días había incrementado. Me sentí incómodo con mi atuendo y lo conduje a la sala. Le dije que volvería en un momento y lo dejé allí. Cuando llegué al cuarto mi mujer ya estaba lista y yo decidí bañarme. Lo hice lo más rápido que pude y busqué libros del Dalai, para que me los firmara, y salí con la emoción de saberlo en casa, el entusiasmo a flor de piel, las mil preguntas que haría a este hombre bendito y sabio. No lo hallé en la sala y me asomé en la cocina, donde oí ruidos. Era mi mujer, quien tomaba un vaso de agua. —¿Y el Dalai? —Se fue –me dijo, radiante–, qué hombre tan simpático. —¿Simpático? No, mi vida, es el hombre más sabio del mundo. —¿Ah, sí? —¿Y por qué se fue? —No sé, dijo que tenía prisa, que sólo había pasado un momento a saludarnos. —Qué pena, tenía tanto que consultarle. ¿Le preguntaste algo? Él te pudo contestar cualquier duda sobre la vida y las sucesivas vidas, la muerte, la meditación, la paz, el amor, el perdón… —No –me dijo mi mujer, como censurando mis trillados temas–, no le pregunté eso; hablamos de un platillo que le gusta y me dio una receta maravillosa para guisar setas; también me regaló esta raíz que traía en una de las bolsas de su ropaje (me enseñó una especie de garra desmayada). Dice que es buenísima para el dolor de cabeza… —Mi amor –le dije–, es que como si viniera Albert Einstein y le preguntaras sobre cómo se hace el dulce de calabaza. —El problema –me dijo condescendiente, con mirada ausente– es que tú ves al Dalai como un hombre famoso y yo como lo que es: un viejito pelón, vestido con enaguas… El comentario irrespetuoso de mi mujer puso en mi alma tan extraña desazón que abrí los ojos, desperté, y no supe si yo era el Dalai soñando una vida de hombre normal (con una mujer de lengua filosa) o un hombre normal soñando las eternas tonterías de siempre…