Acostumbramos llamar “Elefante Blanco” a algo grande, ostentoso, caro e inservible. Nuestro elefante fue un refrigerador “Kelvinator”, blanco, el más grande que para uso doméstico se podía conseguir en las tiendas por los años setenta.
Jorge, “el Negro” Macías, lo llevó cuando fue admitido como huésped del “depa” en la calle Miguel Laurent, colonia Narvarte, en la Ciudad de México. Ese sitio se volvía bar musico-cultural todos los fines de semana.
Al refrigerador pronto lo bautizamos como “El Elefante Blanco”. Entre cuatro, y pujando, lo subimos al primer piso. Una vez colocado en el sitio correcto, Jorge lo enchufó y el elefante blanco cobró vida, su motor empezó a ronronear y no pararía en mucho tiempo.
Jorge, el compositor frailescano, con aire doctoral, nos instruyó:
—Este mueble tiene cuatro secciones: mero arriba está el “Polo Norte”, un chingón congelador que hace hielo a velocidad supersónica. Pa’ abajo, rumbo al ecuador, hay dos amplias secciones: el “Nevado de Tío Lucas” y un poquito más abajo, el “Puro Putín”, que mantienen las cosas tan frías como los coyol de un oso polar y hasta abajo: el “Polo Sur”, sección de frutas y verduras que nunca ha sido mancillada por ellas, quizá algunos limones han rodado por aquí, pues sirven para preparar las cubas libres.
Hizo una pausa y continuó:
—Está comprobado reloj en mano, que “esta cosa” fabrica hielo en diez minutos; y en sus secciones “Nevado de Tío Lucas” y “Puro Putín” le caben: diez Cocas familiares, chingo de Tehuacanes, montón de “sixs” de Tecates, diez “caguamas”, muchas cervezas Lager, y en la puerta caben tres paquetes de cigarros. En el departamento de fármacos, Alka Seltzers y dos cajas de supositorios por si hubiera necesidad.
Alguien preguntó:
—¿Oí, y no jala mucha luz?
—¡A vos qué te preocupa si ustedes roban la luz! —contestó el compositor.
Durante varios años, el elefante blanco aguantó malos tratos y cumplió como los héroes, solo descansaba cuando nos cortaban el fluido eléctrico. Ahí nacieron muchas canciones que después se volvieron éxitos y otras que solo nosotros cantábamos como:
“De una noche triste y un cajón de mimbre volviste hacia mí/ Entre mil recuerdos y papeles viejos te vi sonreír/ Esa foto vieja en la enredadera del jardín aquel/ Con el paso diario de los calendarios casi ni se ve…”.
En ese lugar, “combebimos” con amigos: Nacho González, Napoleón, Álvaro Dávila, José Luis Almada, Pedro Villar, un muy joven Gil Rivera y un tipazo llamado, Arturo Brizio Carter, que con el tiempo sería nombrado el mejor arbitro del futbol mexicano.
Si comparamos la vida del Elefante Blanco (EB) con las nuestras, concluyo:
—EB, trabajó sin descanso, nosotros descansamos sin trabajar.
—EB, conservó la cabeza y cuerpo fríos, nosotros cuerpo caliente y cabeza hirviendo.
—EB, no hacía mucho ruido, nosotros sí.
—EB, nunca se perdió una fiesta, nosotros tampoco.
—EB, recibió poco mantenimiento, nosotros nada.
—EB, después de cuarenta años todavía funciona bien. Nosotros, no.
Luego de llevar una vida bohemia y disipada, El elefante Blanco se ha honrado. La esposa de Jorge aún lo conserva, seguro estoy que no se divierte como antes, ahora es un respetado anciano cuyo interior está al tope de: vegetales, carnes, frutas, huevos y tristeza. Desde aquí va un reconocimiento al único habitante del mítico departamento que trabajó día y noche, acompañando con su rítmico ronroneo al inspirado Jorge Macías Gómez y a nuestras jóvenes e inquietas vidas.
Enrique Orozco González
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