Conservo vagos recuerdos de un gato amarillo, jaspeado en blanco, que solía robar nuestra comida y luego relamía sus bigotes. Un día, doña Jelen, harta de ello, sobre un comal caliente le chamuscó sus relamidos bigotes y comenzó a llamarlo “el Trompa pelona”. Fue la vez que mi padre también se rasuró el bigote, quizá pensando que le podría pasar lo mismo. Doña Jelen no se atrevió a ponerle apodo.
—Mamá —pegunté—, mi papá ¿Es trompa pelona?
—¡Calla, calla, carota de papaya! —me aconsejó.
El gato amarillo solía cazar ratones, pájaros, lagartijas, alacranes y otros pequeños animales de patio. Si andaba una gata en celo desaparecía y regresaba a veces herido por las peleas con otros que, como él, disputaban la paternidad de la siguiente camada de gatos ferales. Se hizo adicto a robarnos la comida y sin bigotes que chamuscar, mi madre decidió deshacerse del gato amarillo.
Un chofer pidió al minino, pero no lo adoptó como dijo que haría. El fulano lo metió a un costal y lo liberó muy lejos en el monte. El gato amarillo reapareció dos meses después: flaco, maltratado y casi muerto de hambre.
Le avisé a doña Jelen:
—Mamá, el Trompa Pelona regresó hambriento:
—Ese tu padre como jode, si acaba de comer.
Mi madre sufrió cuando vio al pobre y fiel gato.
Nos cambiamos de ciudad, el minino se quedó ahí, supe que el dueño de la casa era él, los arrimados fuimos nosotros. El Trompa Pelona dos vivió siempre con su recua.
Enrique Orozco González
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Glosario:
Gatos ferales. – Gatos cimarrones que tienen poco o nulo contacto con humanos.
